Docentes: los nuevos Sísifos digitales

La escuela, como figura y como institución, enfrenta embates nunca vistos con anterioridad. La velocidad de los avances tecnológicos la ha puesto en jaque y colocado en el lugar de las cosas viejas, anticuadas. Por supuesto, esto no es inocente; hay muchos interesados en que esto ocurra. Una institución anticuada no puede debatir sobre el futuro, dicen estas voces «modernas». La escuela es una institución del siglo 18 y no puede, por lo tanto, opinar sobre el apasionante -y a la vez aterrador- futuro.
Uno de los argumentos más utilizados es que la escuela no puede saber cómo serán los trabajos del siglo 21 (como si alguien pudiera), y que por lo tanto es poco lo que puede opinar al respecto. O mejor, se dice que la escuela debería formar a alumnas y alumnos en las habilidades que deberán tener al momento de buscar trabajo, trabajo que
por supuesto nadie sabe cómo será. Asociada a esta idea aparecen listas crecientes de esas supuestas habilidades (y hasta listas de profesiones del futuro) certificadas más de una vez por figurones de la educación que parecen haberse asomado al futuro en una máquina del tiempo, porque hablan de él con una seguridad pasmosa. Y hasta venden pasajes a ese
futuro.

Sin embargo, la de proveer habilidades para conseguir empleo nunca fue el objetivo principal de la escuela; sí lo fue de las escuelas de oficios. Pero se convirtió en una demanda surgida de la precarización laboral de los años 90, que trasladó a la escuela el costo de la formación laboral de oficina. Desde lo tecnológico, y a partir de la publicación en 1980 del libro de Papert «Desafío a la mente», muchos docentes nos asomamos a la idea maravillosa de usar las computadoras (a las que nadie tenía acceso todavía) para pensar en cómo era el proceso de pensamiento y de construcción de conocimiento. También recuerdo que en esa época todavía las empresas se ocupaban de capacitar a sus empleados en nuevas herramientas, como ocurrió cuando aparecieron los primeros procesadores de texto y las hojas de cálculo. Pero a comienzos de los años 90, de la mano del avance neoliberal en el mundo, ocurrió algo curioso: las empresas empezaron a reducir costos laborales y a exigir que los aspirantes a empleados conocieran estas nuevas herramientas mientras que poco a poco dejaron de cubrir los costos de capacitación, por lo que los padres empezaron a exigir a las escuelas hacerse cargo de esa tarea. Por supuesto hubo también presiones del sector privado sobre los ministerios, y el resultado fue que la escuela tuvo que hacerse cargo de una nueva obligación para la que no hubo tiempo de reflexionar. Porque una cosa es enseñar a usar procesadores de texto en sentido amplio -privativos, de uso libre, en la PC o en la nube, etc- y otra es usar un procesador determinado de una marca determinada, cuyo costo de uso nunca nadie sabrá.

En última instancia, la función de la escuela debería ser la de brindar criterios ciudadanos de elección y uso de las nuevas tecnologías, y para poder decidir y elegir hace falta una información que -en general- las escuelas no tienen: se baja desde los ministerios la orden de usar tal o cual herramienta, se elaboran contenidos y planificaciones, y luego se cambian al ritmo de la nueva moda tecnológica. Se cae así en lo que llamo el «herramientismo», el vivir
permanente probando nuevas herramientas sin saber cuál es el sentido pedagógico de incorporarlas al aula. Y creyendo que cada nueva herramienta -blog, pizarra digital, robot programable, dron- será la definitiva, la que nos asegurará el «éxito escolar», volveremos a caer en la decepción como eternos Sísifos educativos.

Acerca de Alejandro Tortolini

Docente, investigador, curioso empedernido.
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